La decisión del Banco Central Europeo de mantener sin cambios las tasas de interés en el 2% no fue una sorpresa para los mercados, que ya habían descontado ese escenario casi por completo. Lo relevante, más que el gesto, fue el mensaje: Christine Lagarde y su Consejo de Gobierno no quieren precipitar un ciclo de recortes que aún no tiene anclajes firmes en el crecimiento, y prefieren navegar “reunión a reunión” en un contexto enturbiado por la nueva geopolítica comercial y por una recuperación que camina con paso corto. Con la inflación ya alineada con el objetivo del 2% en el horizonte de medio plazo, la pregunta no es si el precio del dinero puede bajar más, sino cuándo y cuánto, sin dinamitar una estabilidad todavía frágil.
La narrativa oficial del BCE ofrece continuidad respecto a junio: la senda de precios no exige prisas. Las proyecciones internas actualizadas dibujan una inflación media del 2,1% en 2025, del 1,7% en 2026 y del 1,9% en 2027. El núcleo inflacionario —despojado de energía y alimentos— se mantiene alrededor del 2,4% este año, una cifra que, pese a ser más pegajosa, no resulta incompatible con una política monetaria menos restrictiva que la del último bienio. El nudo del dilema, sin embargo, está en el otro lado del binomio: el crecimiento.
La eurozona avanza poco. Tras un 0,6% en el primer trimestre, el PIB apenas sumó un 0,1% en el segundo, señal de que la transmisión de los recortes de tipos decididos desde junio aún no se traduce en un impulso material a la actividad. No es extraño. La economía europea sigue absorbiendo el coste acumulado del endurecimiento monetario anterior, mientras las expectativas de inversión aguardan mayor visibilidad. Con este telón de fondo, el BCE mejora tímidamente su estimación de crecimiento para 2025 al 1,2%, pero recorta la de 2026 al 1%. Es una recuperación, sí, pero sin músculo.
Este es el punto exacto donde convergen la prudencia monetaria y el riesgo de errar por defecto. Un alivio prematuro podría reanimar presiones de precios en servicios y salarios; una espera excesiva, por el contrario, consolidaría un estancamiento que acabaría erosionando el tejido productivo y la inversión. De ahí que el banco insista en el enfoque “dependiente de los datos” y evite preanunciar trayectorias. Traducido: el listón para recortar más existe, pero no está a la vista inmediata.
La nueva geoeconomía comercial: tarifas, inversión y un euro más duro
Sobre el tablero monetario se ha colocado, además, una pieza nueva: el acuerdo transatlántico que fija un arancel del 15% a las exportaciones de la UE hacia Estados Unidos. La arquitectura todavía tiene flecos —el vino y los espirituosos esperan clarificaciones—, pero la dirección es inequívoca: la política comercial vuelve a ser un factor macro de primer orden. La amenaza de nuevas represalias, avivada por la multa antimonopolio contra Google, añade capas de incertidumbre regulatoria que las empresas deberán descontar en sus planes de inversión.
¿Qué implica esto para Frankfurt? Primero, un choque arancelario tiende a enfriar el comercio exterior y, con él, la demanda agregada europea. Menos pedidos industriales, cadenas de suministro reconfiguradas y mayores costes de cumplimiento pueden traducirse en menor capex y en presión sobre los márgenes. Segundo, el canal de precios no es unidireccional. Un euro relativamente más fuerte —si Europa absorbe mejor el golpe que sus pares— y la importación de bienes más baratos desde China actuarían como freno adicional a la inflación, al menos en manufacturas. Tercero, el impacto sectorial será asimétrico: la industria farmacéutica ha recibido algo de certidumbre, pero la agroalimentaria, el lujo y los bienes de consumo de alto valor seguirán a la espera de definiciones concretas.
Aquí radica el argumento de quienes ven margen para otro recorte antes de fin de año. Como apunta Thomas Pugh, economista jefe en RSM UK e Irlanda, la combinación de menor inversión, exportaciones más débiles y abaratamiento relativo de importaciones podría enfriar lo suficiente la demanda y los precios como para justificar un gesto adicional de apoyo. No sería un cambio de régimen, sino un ajuste fino para estabilizar expectativas y proteger la incipiente recuperación.
Qué mira realmente el BCE: señales, umbrales y el arte de no prometer
El manual implícito del BCE en este ciclo tiene tres capítulos. El primero es la inflación subyacente de servicios y su vínculo con salarios. Mientras la negociación colectiva siga moderándose y la productividad no se deteriore, la autoridad monetaria puede tolerar pequeñas desviaciones puntuales sin sobrerreaccionar. El segundo capítulo es el crédito: la oferta se ha relajado respecto a los máximos de tensión, pero el volumen de nuevos préstamos a empresas y hogares aún refleja cautela. Una reactivación sostenida del flujo de financiación, sin signos de exuberancia, sería una señal verde para recortar. El tercero es el crecimiento: el banco no aspira a “calentar” la economía, pero sí a evitar un escenario de crecimiento anémico que ponga en riesgo el anclaje de expectativas de inflación en el 2%.
En este marco, prometer es peligroso. El BCE prefiere preservar opcionalidad. Si los datos de otoño muestran una economía desacelerándose por el canal exterior y una inflación encabezada por bienes que sigue cediendo, un recorte adicional en el cuarto trimestre ganaría probabilidades. Si, por el contrario, los servicios resisten con precios tensos y el empleo deja de suavizarse, la pausa podría prolongarse sin complejos. La diferencia con ciclos anteriores es que la institución ya no busca sorprender; busca confirmar.
Implicaciones para empresas e inversores: menos volatilidad de tipos, más riesgo político
Para las compañías europeas, el escenario base es de tipos más bajos que en 2023, pero con un coste de capital que no va a volver a la era del dinero gratis. La prioridad pasa por rediseñar cadenas de suministro y mercados destino ante la fragmentación comercial, y por proteger márgenes con eficiencia operativa en vez de confiar en subidas de precios. La buena noticia es que la inflación deja de ser el enemigo principal; la menos buena, que la demanda externa será más errática.
Para los inversores, la lectura es más táctica que épica. La estabilización de la inflación y la pausa del BCE reducen la volatilidad de la curva europea y favorecen duraciones algo más largas en renta fija de alta calidad, siempre que el crecimiento no sorprenda a la baja. En bolsa, el sesgo se inclina hacia negocios con flujos de caja previsibles, baja intensidad arancelaria y exposición doméstica o diversificación geográfica real. La dispersión sectorial —farmacia y tecnología con mejor visibilidad; consumo discrecional y lujo más expuestos a aranceles— será el rasgo dominante.
La eurozona ha recorrido un tramo largo desde los picos inflacionarios: los precios se han reencauzado, los tipos han descendido desde máximos y el banco central ya no está en modo emergencia. Pero ninguna de esas victorias garantiza un crecimiento autosuficiente. El BCE ha elegido, sensatamente, la cautela: sostener la credibilidad desinflacionaria sin sofocar una recuperación que aún necesita oxígeno. Si los aranceles hacen mella en la demanda y el comercio, y si el núcleo de precios sigue cediendo, habrá sitio para un recorte adicional antes de que termine el año. No será un giro dramático, sino el ajuste milimétrico que exige esta nueva economía de baja inflación, bajo crecimiento y alta incertidumbre política.
Entre tanto, Europa no puede delegar en la política monetaria lo que corresponde a la política económica. La respuesta a la fragmentación comercial —más inversión, mejor productividad, mercados de capitales más profundos— se decide en los despachos de Bruselas y de las capitales, no en el edificio del BCE. La estabilidad de precios ya está, por fin, al alcance de la mano. El reto ahora es convertirla en crecimiento sostenible.